sábado, 3 de diciembre de 2011

Hombres de mazmorras / Sobre el cuidado de edición


Por Jorge Coaguila

«Oye, Pescadito, no te olvides de colocar la leyenda», rezaba un texto al lado de la foto de portada de un diario ya desaparecido. En otro periódico importante se leía en letras grandes: «Falta titular». Descuidos de este tipo hay muchos en la edición de textos. Para subsanar estos traspiés, existen los correctores.

En Los últimos días de La Prensa (1996), de Jaime Bayly, novela que cuenta la decadencia de un diario limeño, se reproduce un titular: «Presidente Reagan salió de la clínica apoyado en dos mulatas». ¡Eran «dos muletas» y no «dos mulatas»!

La informática ayuda mucho: cuando digitamos mal alguna palabra la computadora lo repara o, en el peor de los casos, lo señala. También es cierto que a veces empeora el asunto. Por ejemplo, si escribo mi apellido, la máquina me lo transforma a «Coahuila».

Por lo general, los correctores son egresados de Literatura y Periodismo, pero hay estupendos profesionales en este oficio que estudiaron Medicina, Cooperativismo, etcétera. Algunos son autodidactos. Total, nadie tiene título de corrector expedido por una universidad, al menos en el Perú. Pero, de seguro, esta situación cambiará. Hace mucho tiempo es necesaria una escuela de Corrección.

Mi amigo el profesor César Ferreira me comentó que una vez le llegó una invitación que decía «No es grato invitarlo a usted a la inauguración...». Evidentemente se trataba de un error: «Nos es grato invitarlo...».

Un colega corrector me enumeró, cierta vez, a quiénes había trabajado. Mi sorpresa fue mayúscula: citó a algunos renombrados periodistas, investigadores y novelistas a quienes –según infidencia de mi colega– tuvo que «reescribirles» párrafos enteros. «Los hago famosos», dijo con cierto orgullo, «y a veces obtienen jugosos premios». Agrega que, así como existen los negros literarios, aquellos que le escriben un libro a una persona de renombre, los correctores también estamos para hacer el trabajo «oscuro». Hay que subrayar que algunos autores tienen brillantes ideas, pero no saben expresarse correctamente.

«Aquí te tengo un libro de 300 páginas. Lo necesito de aquí a tres días», dicen algunos como si corregir fuera comprar papas en un mercado. Es cierto que un diario se arma en pocas horas, pero ahí existe –al menos así debe ser– un pelotón de correctores. A veces el 80 por ciento de la edición del periódico cambia a pocas horas del cierre debido a un acontecimiento trascendental. En ese caso, el trabajo anterior se va al tacho.

En el cuento «García Márquez y yo» (1994), del libro Muñequita linda (2000), de Jorge Ninapayta de la Rosa, texto que mereció el Premio El Cuento de las 1.000 Palabras, el narrador dice: «La corrección de textos es un oficio mal reconocido. Y no es una tarea fácil, aunque muchos la consideren una ocupación ancilar y de poco fuste. En este trabajo hay que dominar no solo la ortografía, la gramática, la sinonimia, también el ritmo y la cadencia de las frases. Muchas veces, incluso, hay que adivinar lo que el autor quiso decir».

Los correctores llevan la Ortografía de la lengua española (1999), el Diccionario de la lengua española (2001) y el Diccionario panhispánico de dudas (2005), libros elaborados por la Real Academia Española, disponibles también en versión digital (www.rae.es). Pero no solo hace falta eso, sino también una cultura respetable.

En apellidos y nombres no hay regla que valga, solo el conocimiento. Hay que saber que el autor de la comedia Tartufo (1664) se escribe «Molière» y no «Moliere». Que el indígena Felipe Guaman Poma de Ayala escribió Nueva corónica y buen gobierno (1615) y no Nueva crónica y buen gobierno. ¿Quién dirigió Sonrisas y lágrimas? ¿Quién hizo lo propio con La novicia rebelde? Se trata del mismo filme: The Sound of Music (1965), del estadounidense Robert Wise. Sucede que en España y América Latina se llamaron así, respectivamente.

Lo que sí es indignante es llamarle la atención al corrector por aspectos que no son erróneos. Por ejemplo, quejarse por «eliminar» una «s» a la locución latina «statu quo». Algunos creen que es «status quo». Además, lo escriben en cursivas. Antes hay que revisar el diccionario. Otros piensan que «ONG», organización no gubernamental, en plural se escribe «ONGs». Se equivocan: es invariable. Se dice «las ONG» y no «las ONGs».

Tampoco seamos talibanes. Hay que hacer concesiones. La Academia prefiere el horrible «güisqui» o «huaiño» a «whisky» o «huaino». Llamamos al delicioso guiso hecho con trozos pequeños de panza de res o de carnero «cau cau» y no «caucáu».

Muchos diagramadores se quejan de la cantidad de cambios que deben insertar. Claro, no entienden nada. Son pocos los cuidadosos, y más escasos aún quienes tienen buena ortografía. El sabio mexicano Alfonso Reyes (en la imagen), en su texto «Escritores e impresores», del libro La experiencia literaria (1942), cuenta que la aparición de su poemario Huellas (1922) tenía tal cantidad de descuidos que lo puso en cama. El narrador peruano nacido en París Ventura García Calderón aprovechó la ocasión para escribir: «Nuestro amigo Reyes acaba de publicar un libro de erratas acompañadas de algunos versos».

lunes, 28 de noviembre de 2011

LEER PUEDE SER DAÑINO PARA LA SALUD


Letreros en un conocido chifa de la calle Grau, en el centro de Trujillo


Por Alberto Alarcón

bienvenido53@hotmail.com

Hace unos años entrevisté al famoso patólogo peruano Uriel García para una revista limeña. De sus varios comentarios, recuerdo uno particularmente interesante: la tuberculosis es una enfermedad que no se cura de manera individual sino socialmente, es decir creando fuentes de trabajo y buenas condiciones de salubridad. «El enfermo –me dijo– puede someterse a un tratamiento, pero si carece de alimentación y habitación adecuadas volverá a enfermarse».

Hablar y escribir bien son también competencias de carácter social, no individuales. En su logro intervienen fundamentalmente la familia, la sociedad y la escuela. Suponer que en esta última recae todo el peso del problema es un gravísimo error. Los libros, los diarios, las revistas, la televisión, los avisos publicitarios, y todo tipo de mensaje destinado a la comunicación colectiva, deben hacer uso correcto del lenguaje. Por el llamado Principio de Modelamiento (elemental en el aprendizaje) las personas convertimos en modelos de escritura o dicción las palabras que leemos o escuchamos.

Así como las autoridades ediles están obligadas por ley a supervisar las condiciones de salubridad en los lugares donde se expende alimentos, deberían estar obligadas también a ejercer un «control de calidad idiomática», por lo menos sobre los letreros públicos, que además de originar polución visual suelen ser verdaderos esperpentos de redacción. Salvo honrosas excepciones, las farmacias, los hospitales, las tiendas, las oficinas públicas y privadas están plagados de avisos y textos «informativos» pésimamente escritos. Ni qué decir de los gruesos errores que se cometen a diario en los periódicos y la televisión. La gripe porcina del mal hablar y el mal escribir flota por todas partes.

La solución de este problema nos compromete a todos. Hablar y escribir bien no es sólo responsabilidad del profesor de lengua o de «comunicación» como se dice ahora. Es, repito, una responsabilidad social, incluso de los profesores de matemáticas, de los científicos y de los ingenieros, a muchos de los cuales he oído decir alegremente: «eso de la gramática no nos incumbe». El lenguaje es acaso lo único que nos diferencia de los animales; gracias a él podemos operar en la realidad, interrelacionar con los otros, acumular experiencias, cuestionar, imaginar, y crecer como individuos y como especie. ¿Cómo, pues, maltratar este don o menospreciarlo? ¿Por qué no protegerlo como hacemos con los delfines, el agua o los bosques?

Hace poco, un grupo paramédico instalado en la plazuela El Recreo anunciaba el tratamiento, entre otras enfermedades, de la «hipertencion». En el hospital Lazarte me encontré con un cartel en el que se invitaba «a los recién nacidos» a unas charlas sobre lactancia materna. En una florería, la vendedora me sugirió adquirir unas flores de tela arguyendo que eran «aparecidas» a las naturales. Por todas partes se necesita «jóvenes de ambos sexos» y «señoritas para ventas con experiencia». Un ginecólogo ha colgado en la puerta de su «consultorio» (llamémoslo así) un letrero que reza: «Atrazo mestrual». Y el colmo: las universidades y los colegios públicos y privados pintan en sus muros o cuelgan en sus recintos letreros donde ni siquiera respetan la tildación de sus propios nombres. Hay incluso un colegio llamado Salazar Bondy, pero no se sabe a qué Salazar Bondy se refiere, si al filósofo Augusto, al poeta Sebastián, a otro de sus hermanos o a la familia entera. Que yo sepa, los apellidos de una familia no son epónimos.

Si sale usted fuera de casa con sus niños... tenga cuidado: leer puede ser dañino para su salud.

lunes, 10 de octubre de 2011

domingo, 14 de agosto de 2011

CÉSAR OLIVARES en EL AUTOR BAJO LA LUPA



Queridos amigos:
Los invitamos a participar de la sexta fecha de EL AUTOR BAJO LA LUPA. En esta oportunidad el escritor César Olivares compartirá con los contertulios los cuentos que colocamos a continuación. La cita es este sábado 20 de agosto a las 7:00 p.m en la Galería-Café-Bar Mixturas (Orbegoso 319, centro de Trujillo). ¡Los esperamos!

TALIÓN

Sí, nuevamente estoy llamando a la puerta como si a ti te interesara abrir. Tal vez lo hago para amargarte un poco, porque sabes que si no dejo de golpear los chicos pueden despertar y tú no tendrías corazón para hacer que descubran a su madre llegando a estas horas, apestando a alcohol y con la ropa inadecuada. Pero he olvidado las llaves sobre el televisor y no tengo más remedio… ¿Y si no se te ocurre abrir? ¿Y si ya cogiste tus trapos y te largaste con los niños? No, no tienes valor para tanto. Debes estar, como siempre, detrás de esa puerta, con el trasero anclado a esa silla, atento a mi ingreso para lanzarme esa mirada de duro reproche, aún cuando yo soy la única que se raja los lomos para que no falte nada en esta casa. Y todo porque el señor me considera culpable de sus desgracias. Haber, dime, quién te mandó seguirme esa noche, si bien claro te dije que me iba a casa de mi madre; pero tú, como siempre terco y desconfiado, fuiste tras de mí por callejones oscuros y todo para qué, para que el mundo se te venga abajo porque tu honesta esposa, sí, aquella inocente muchacha que arrancaste de los brazos de una pobre viuda, aparecía ahora ante tus ojos desnuda y trepada a un hombre mucho más joven que tú, en medio de una habitación inmunda. ¿De quién es la culpa entonces? ¿Acaso fui yo la que, después de verte absorto por un momento, te mandó sacar ese cuchillo con el que pensabas matarme, pero que, gracias a la agilidad de mi acompañante, en vez de mi pecho, fue a incrustarse repetidas veces en tu espalda? ¡Quién te manda a dártelas de torero sin saber usar las banderillas! Entiende de una vez: tú eres el único responsable de que vivas petrificado en esa silla, solo, sin más distracción que el vuelo de las moscas. Sé que me escuchas. Abre esa maldita puerta de una vez que me estoy muriendo de frío. Vaya, se acerca un auto. Tal vez pueda abordarlo y olvidarme de este mal momento. Qué extraño, es el auto del Taita. Pero si él se ha marchado hace rato después de dejarme en esta vereda, sana y salva. De repente se ha dado cuenta que no le entrego el dinero completo. Dios mío, ya me está dando miedo. Y éste que no abre. El Taita ha estacionado de golpe y está a punto de salir del auto. Tengo que afilar las garras, no me queda otra. No, no puede ser. Abre, abre rápido, por favor. Ninguno de esos dos hombres que bajan del auto con los rostros encubiertos es el caficho ese. Abre, mi amor, te lo pido. ¡No se me acerquen! Te juro que quisiera cambiar todo esto, que voy a poner de mi parte para volver a vivir tranquilos en nuestra casa, sí, en esta casa que no estoy segura de volver a ver porque de pronto todo es oscuro y sólo siento el sabor salado del desconsuelo en mis mejillas. Abre, mi amor, yo sé que puedes. ¡Suéltenme, carajo! Párate de esa silla y sal a defender a tu mujer. Nunca más te diré inútil, miserable, bueno para nada. Es más, si quieres me arrodillo ante ti, sí, déjame hacerlo, por favor, porque te he visto, justo cuando me ponían esta asquerosa bolsa en la cabeza, sentado, imperturbable, fugaz, en el asiento trasero de este auto que empieza a andar hacia sólo Dios sabe dónde.


ULTRAJE

Camila cruzó presurosa la pista y se acercó al auto que estaba estacionado a unos metros de distancia. Ningún astro rutilaba en el negro cielo. Quiso abrir la puerta de golpe, pero todas estaban aseguradas. El vehículo era presa de un siniestro movimiento. Desesperada, se trepó sobre la capota y comenzó a magullar el parabrisas emitiendo unos potentes alaridos. Pedía auxilio. En algún lugar de la noche, su hermana estaba siendo ultrajada. Los del auto se sobresaltaron. Qué carajo les importaba. Camila, con la ayuda de una linterna, comenzó a husmear lo poco que le dejaban ver las lunas polarizadas. Dos hombres jóvenes, ubicados en los asientos traseros, forcejeaban con una muchacha que aparecía semidesnuda. Camila entró en pánico.

Camila había ido con su hermana a pasar un fin de semana a la playa. De campamento, le dijeron, con amigos de la universidad. Todo iba bien. Los muchachos, que fueron llegando en varios autos, no olvidaron ningún detalle. Carpas y abrigos. Comida y bebida. Música. Hasta un rotwailler contra cualquier amenaza. Mientras los amigos comían, bebían, cantaban y bailaban, a ella no le quedó otra que hacerse amiga del perro. Se sentía muy identificada con el can porque, abandonados así como estaban, era consciente que la habían enviado hasta ahí para cumplir la misma misión. El permiso para su hermana mayor sólo sería posible si ella iba incluida en el paquete. Anda y nos cuentas todo; si ves algo raro sólo nos llamas al celular. Entonces se dedicó a cumplir con el encargo de su padre como si le hubieran pagado (en realidad, un jean y un par de zapatillas estaban en juego). Transcurridas las primeras horas del sábado todo iba bien. Su hermana era una de las muchachas más reservadas de todo el grupo de alocadas jovencitas. Pero conforme avanzaban las horas su hermana desaparecía esporádicamente. Entonces iba en su búsqueda. Investigaba de carpa en carpa llevándose, en más de una oportunidad, bochornosas sorpresas. Hasta que la encontraba. Sola o conversando con amigas, para su tranquilidad. Una vez la buscó por todas partes durante mucho rato y no la ubicaba. Ya iba a llamar a su papá, cuando la descubrió. Dialogaba con una amiga y con dos muchachos más a la orilla de la playa. Una botella de ron naufragaba sobre la arena. Fumaban. Camila se acercó.

- Otra vez no hagas esto o se lo cuento a papá… – Iba a seguir pero algo en el ambiente le llamó la atención - Qué raro es el olor de esos cigarrillos, debe ser un tabaco muy malo porque apesta a caca de gallina.

Los jóvenes se miraron incómodos, como poniéndose de acuerdo en lo que deberían responder.

- Sí, es un tabaco especial que han traído unos amigos, no hace daño, sólo te brinda una dureza extrema – dijo la hermana y todos rieron de muy buena gana. Luego se trenzaron del dedo meñique y regresaron a sus respectivas carpas a pasar el resto de la noche.

A la mañana siguiente, Camila despertó de excelente humor. El día estaba soleado y un par de gaviotas pasaron graznando muy cerca de su carpa. Su hermana aún dormía plácidamente. Su boca entreabierta dejaba escapar sonoros ronquidos y un imperceptible hilillo de saliva hacía un recorrido fugaz hasta la almohada. Tenía diecinueve años y era hermosa, poseedora, además, de un cuerpo casi perfecto que todas sus amigas envidiaban. Tuvo pena despertarla. Mejor reportaba a casa que todo marchaba bien, que su hermana era una muchacha en la cual se podía confiar, que habían hecho mal enviándola a ese campamento como perro guardián, que ella también tenía cosas que hacer, etcétera, etcétera. Le hubiese dicho a su padre estas y otras cosas más de haber tenido el celular a la mano, pero el aparato no aparecía por ningún lado. Ya había escudriñado dos veces por toda la carpa y nada. Sólo faltaba buscar bajo el ambicionado cuerpo de su hermana. No tuvo más remedio que despertarla.

- ¿Celular? ¿Qué celular? – dijo, dando un fuerte bostezo y estirando torpemente los brazos. A Camila le sorprendió que su hermana tuviera unas ojeras pronunciadas y más aún que finja no saber de lo que se le preguntaba–. Estás loca, yo no recuerdo haberte visto con ningún celular.

La hermana se maquilló un poco el rostro, se recogió el cabello y salió de la carpa. Todo esto a Camila le resultaba sospechoso. Claro que ella sabía lo del celular, si la noche anterior había contestado una llamada de papá. Pero bueno, tenía que conformarse. Menos mal que era ya domingo y por la noche regresarían a casa. De todos modos, debía salir a vigilar. Pero antes tenía que asearse, ponerse linda, por qué no. Dentro de poco cumpliría trece años y sabía, según le informaron muchos de sus amigos del colegio con lúbrica mirada, que superaría fácilmente el cuerpo de su hermana. Así que ya era hora de salir. Cogió el reloj que descansaba en el fondo de su bolso y vio la hora: ¡mediodía! Pero cómo era posible, ella en casa no podía dormir después de las ocho. Culpó a la brisa del mar y al excelente clima de la playa. Resignada, procedió a sujetar el pequeño aparato a su muñeca, pero al sentir sobre su piel algo pegajoso lo soltó con repulsión. Una sustancia parecida a un moco transparente había embarrado parte de la correa del reloj. Buscó en el mismo bolso un trapo para limpiarlo pero sólo encontró el bikini que su hermana había usado la noche anterior. Lo revisó y también estaba untado de esa baba pestilente con olor a lejía pasada, sobre todo la tanga. Pero cómo era posible que estuviera entre sus cosas. Lo más probable era que su hermana, en la oscuridad de la noche, se haya equivocado de bolso. Entonces cogió el de ella con intención de devolverlo, pero se le cayó de las manos y todo el contenido fue a dar al suelo. Desesperada fue recogiendo todo hasta que escuchó que la llamaban.

- Oye, te estamos esperando para almorzar. ¿Por qué demoras tanto? – dijo la hermana al instante que ingresaba a la carpa. Camila sostenía con estupor una tira plateada de curiosas argollitas de nombre Sultán.

- ¡Qué haces con eso, muchacha del demonio! – La miró de pies a cabeza, como pensando por dónde empezar a matarla. Luego agregó, con rabia: - cuidadito con decírselo a papá.

Las horas restantes transcurrieron en medio de una tensa calma. La hermana, al verse descubierta, no se esforzaba en disimular su comportamiento. Andaba de la mano de un muchacho moreno y fornido quien, cuando podía y sin importar la presencia de los demás, le apretaba una nalga o un seno con fruición. Al despedirse, se percató que el moreno le extendía un billete de veinte soles. Una hora más tarde andaba fumando otro de esos cigarros extraños, pero esta vez abrazada de un gordo de lentes.

Hasta que la tarde llegó a su fin. Los hombres, tal como vinieron, fueron yéndose en sus respectivos autos cargando con grupos de bulliciosas muchachas que tenían ganas de seguirla en otro lado. Hasta el rotwailler, con la lengua al viento, se alejó trepado en una lujosa cuatro por cuatro. Sólo quedaban dos autos. En uno de ellos subieron Camila, su hermana y dos muchachos más aparte del conductor. Salieron a la avenida. El otro, el de las lunas polarizadas que había llegado bien avanzada la tarde, los seguía a prudente distancia. Estacionaron los autos a cada lado del pavimento. Camila permanecía rígida con la respiración entrecortada. Uno de los hombres del auto se percató de ello. Enseguida le extendió uno de esos cigarrillos extraños, según él, para que se relaje. Su hermana lo miró con desaprobación. El hombre se disculpó. Inmediatamente, el del lado izquierdo estiró la mano y empezó a acariciar los muslos suaves de la pequeña Camila. Ella gritó, le tomó la mano y se la llevó a los dientes. El hombre aulló de dolor.

- Oye, con mi hermana no te metas, zonzo. Llévanos a casa que ya está haciendo frío. Apúrate, ¿sí?

- A tu hermana la vamos a dejar tranquila, pero todavía falta el otro asunto del que ya hemos arreglado - dijo uno de los hombres y señaló al auto de lunas polarizadas.

- Está bien, pero a mi hermana no la toquen.

Camila vio cómo su hermana mayor salía del coche y cruzaba la pista donde, con las puertas abiertas, la esperaban dos sombras a bordo del otro automóvil. La saludaron afectuosamente y luego la hicieron entrar con violencia. Camila pensó lo peor. Intentó bajar pero los dos hombres del auto en el que estaba se lo impidieron. Sin embargo ella estaba decidida a salvar a su hermana y, juntando todas las fuerzas que podía, venció a uno de ellos y saltó del carro. Cruzó presurosa la pista y se acercó al vehículo de lunas polarizadas que estaba estacionado a unos metros de distancia. En su desesperación, al ver que las puertas estaban aseguradas, se trepó a la capota y empezó a golpear el parabrisas dando unos potentes alaridos. Pedía auxilio. Ningún astro rutilaba en el negro cielo.


PA’ BRAVO, YO

- ¡Ey! ¡Sobrino! ¡Sobríiinooo!

Acabo de llegar al barrio y, apenas desciendo del microbús, estos gritos acuden a mis oídos acompañados de silbidos, hurras y aplausos. Asumiendo que cualquier hijo de vecino es sobrino de alguien, sigo mi camino.

- ¡Sobrino! ¡Aquí! ¡Aquíiii!

Volteo con curiosidad. Un sujeto de cabellos ensortijados me hace señas a unos quince metros de distancia. No obstante mi miopía, lo visualizo mejor. Es el tío Nilo en ropa deportiva. Agita un par de cervezas sobre su cabeza mientras la caja permanece protegida bajo unas deshilachadas zapatillas Reno. Está en la cantina de don Pato, un habitáculo de esteras con sospechosas sillas blancas donde más seguro es embriagarse de pie. Dudo en acercarme; finalmente lo hago. El tío sonríe victorioso. Lo acompañan unos seres indescifrables. A todas luces celebran un triangular de fulbito que, por el estado en el que se encuentran, parecen haber ganado la semana pasada.

- ¡Sobrino, carajo, a los tiempos que te acuerdas de los pobres! – viene a mi encuentro atropellando a un perro que tuvo la desventura de quedarse dormido en el umbral de la chingana–. Debes venir más seguido a visitar a la familia. Tu viejo te extraña. ¡Sírvete un vaso!

Para eso precisamente había regresado al barrio, para visitar a mis viejos. Por tanto, le advertí, sólo un vasito nomás, como para no despreciar.

El tío Nilo, que caminaba ya de manera calamitosa, tuvo la delicadeza de pedir un vaso limpio y alcanzármelo, luego alzó la botella que apresaban sus curtidas manos de zapatero y vació directamente el contenido en su garganta.

- ¡Ay, chucha! – dijo luego, percatándose de lo ocurrido – Disculpa.

El tío quiso abrir otra botella, pero no encontraba el destapador. Lo solicitó en la tienda: casi lo mandan al carajo: le habían dado el único que tenían. Jejeje. Ante la adversidad, quiso lucirse intentando abrir una botella con el pico de la otra. Sobrino, para tu libro (en cualquier otra circunstancia, esto habría sido un simple decir, pero yo le hice caso). Levantó ceremoniosamente las botellas y les aplicó un golpecito conocedor en el piso de tierra. Las hizo añicos (sólo se quedó con el pico de una). El perro desapareció aullando. Los demás protestaron. Abochornado, cogió una tercera botella y se la pasó de golpe a un flaquito que roncaba recostado sobre una piedra.

- ¡Sobrino, éste es el Muelón! Ahorita destapa esta botella como si masticara un chicle.

El Muelón despertó en el acto. Bostezó y me miró envanecido. Sobradazo, recibió la botella y le aplicó tremendo mordisco diagonal. Se escuchó como si aplastaran un escarabajo. Los ojos del muelón se hicieron agua. Soltó la botella y aterrorizado vio que un pedazo de su molar se había quedado incrustado en la chapa intacta. El destapador humano, completamente sobrio ahora, dijo que se iba a descansar. Preocupado, mi tío palpó nuevamente los bolsillos de su buzo y sacó un cortaúñas. Por fin, otra botella pudo ser abierta. Lo acompañaban tres sujetos más. Estaban hechos unas mazamorras. Se mantenían en pie de puro milagro.

- ¡Muchachos, éste es mi sobrino, el chancón del barrio, el único profesional de la familia! Es hijo de mi primo el Chumpi. Claro, pe, huevón, ¿no te acuerdas? ¿Quién no se acuerda del Chumpi?

Los tres sujetos subían y bajaban las cabezas, asintiendo, con cierto respeto y completamente macerados. El de la izquierda concitó mi atención desde el primer momento. Era bajo, oscuro, de perfil solapa a pesar de su gran nariz. Los cabellos hirsutos y desteñidos le daban a su cabeza la apariencia de una choza devastada. Tenía los brazos llenos de tajos en alto relieve y uno que otro tatuaje con mujeres desnudas en el pecho. En su rostro, cicatrices anacrónicas servían como recuerdo de antiguas carnicerías.

Aprovechando el desconcierto, mi tío me condujo a un lado y me dijo, susurrante:

- Sobrino, te he llamado porque es necesario que conozcas a la gente brava. Este patita es rankeado. Ponle un par de chelas y nadie te toca.

Luego de tan salomónico consejo, regresamos al grupo. Dos dormían; el “rankeado” también, pero de pie.

- ¡Ya! ¡Ya! ¡Salud! – gritó el tío Nilo, espabilándolo.

El sujeto dio un brinco y se puso en guardia. Abrió de golpe sus ojos fieros y terriblemente marcados por pequeñas ramificaciones rojas. Recibió un vaso rebosante de cerveza y, sin que el vaso tocara sus labios, se lo secó en el acto. Tan bravo era.

- Sobrino, te presento al famoso Perdigón, el más bravo de los bravos, el taita de todos los taitas, el hijo negado de Tatán, el aborto de Sarita Colonia.

Perdigón pareció revivir. Aguzaba la vista entrecerrando los ojos. Me tasaba. No quitaba su mirada de mi casaca de cuero.

- Ahí donde lo ves, todo mugrientito el pobre, tiene bastante experiencia en su chamba; con decirte que anda chupando toda la semana porque no se acuerda el día exacto en que cumplió treinta años de choro.

El sujeto parecía dormir nuevamente; sin embargo, se las ingenió para darse tres enérgicos golpes en el pecho. Luego levantó la mano como si dijera presente y se señalaba insistentemente. Sí, él era el hombre.

- Pero a pesar de toda su leyenda, Perdigón nunca ha chocado con el barrio – explicaba mi tío-; al contrario, a punta de balazos ha corrido a quienes han querido pendejearse con la cuadra.

A Perdigón una efervescente baba le colgaba de los labios. Ahora lloraba. Sí, él había sido el guardián de la cuadra, le había dado prestigio. Gracias a él nadie se acercaba por el barrio. Ni los taxistas. Y ahora así le pagaban, con los chibolos correteándole a pedradas y con esta vieja miserable que no le quiere fiar un par de chelas. Ta’ que si no hay trago me desconozco. Mi tío, para calmarlo un poco, le sirvió otro vaso al tope. Perdigón lo levantó ceremoniosamente y lo vació sobre su propia cabeza. Luego comenzó a llamar a su mamá a gritos, que le alcanzaran el champú, carajo, que dónde estaba su madre que nunca lo había bañado cuando era un bebe, que por qué diablos se fue con el vecino, por qué chucha lo dejó solo con el viejo que siempre lo golpeaba sólo por parecerse a ella. El tío Nilo le alcanzó otro vaso, pero el sujeto le arrebató la botella y se la tomó a grandes sorbos, inundándose por completo. Le dolían demasiado los recuerdos, causa.

- Por eso, el primer atraco que hizo fue a la casa de su propia madre. La vieja dormía con un tío que mi causita no conocía. Así que lo huaraqueó. La vieja era puta, sobrino.

Para qué mi tío dijo eso. Colmado de satisfacción y aprovechando que nadie había en la tienda, Perdigón, haciendo honor a su nombre, más rápido que el pensamiento, abrió la congeladora y se sirvió dos chelas, él solito, éstas iban de su parte, cuñao.

- El Milagro, Cambio Puente, Lurigancho, Piedras Gordas, Canto Grande, - mi tío iba enumerando cada una de las cárceles y Perdigón se daba tres golpes de pecho por cada una de ellas, orgulloso–. Todas tienen el honor de haberlo tenido entre sus muros y en todas ha sido temido mi compadre. Entraba y salía cuando quería. Los tombos lo temían. Pero míralo ahora, ni los vecinos le quieren dar chamba para que cuide sus casas. Ahora se gana la vida subiendo a los micros.

Cierto, Perdigón tenía el raro don de hacer que los caramelos que usualmente se venden a diez céntimos, incrementen su precio a un sol. Y lo más asombroso era que todos compraban sin chistar. Porque acabo de salir de la cárcel, hermanitos. Dios es grande y no quiere que vuelva a prisión. Pero eso también depende de ustedes, chocheritas. A mí nada me cuesta esperarlos en la esquina y quitarles sus pertenencias y encima meterles un balazo por no haber colaborado conmigo…

- Así que, como puedes ver, mi compare anda ahora por el buen camino. Se ha regenerado. Salud por eso.

El compare intenta abrir los ojos; no puede. Intenta hablar, pero tiene la lengua adormecida. Sin embargo, en cada expresión que tocaba su nombre, se daba maña para darse, con el puño, tres golpes en el pecho, para hacernos saber que de los tres él era el más hombre y participar así de la reunión. Sin embargo, decidimos poner fin a la tarde e ignorar a Perdigón, que se encontraba en otras esferas.

- ¡Señora, la ultimita!

Vimos una manita tatuada que se levantaba y se golpeaba tres veces más el pecho rudo.

- Y sobrino… ¿qué cuentas?

Tres golpes más en el pecho fiero.

- ¿Cómo te va por Trujillo? ¿Cómo está tu hijo?

Tres más.

- ¡Oye, yo creo que este huevón se está burlando de mí!

Haciendo un último esfuerzo, Perdigón se lleva la mano umbría en forma de puño y se golpea tres veces más, cual Tarzán resentido, el pecho desolado. Mi tío, visiblemente exaltado y balbuceando apenas su cólera, intenta darle un empujón pero tropieza y se lo lleva de encuentro. Los dos pierden el equilibrio y aterrizan entre chapas, puchos de cigarros y orines de perro. Intento levantarlos pero han perdido toda consciencia e inmediatamente empiezan a roncar.

No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde que bajé del micro. Le dije a mamá que la visitaría. El almuerzo debe estar más frío que un pez del polo norte. Salgo de la cantina invadido por cierta tristeza. No se preocupe, joven, yo los veo. Ya todo está cancelado.